miércoles, 21 de febrero de 2024

Bogotá, 2600 msnm

He vuelto a Bogotá por 3 semanas y siento que todos los recuerdos me sacuden como una ola del mar. En febrero hace sol y el cielo es azul. Recuerdo días en la universidad en los que hubiera querido estar en pantaloneta. Hace calor. 


La Tenaz suramericana, la tenia suramericana, la difícil. La que sigo extrañando cuando estoy lejos, la que añoro, con la que sueño. ¿Qué será lo que me conecta a mí con este lugar que me siento tan atraída a sus cielos, sus montañas, el reflejo del sol al atardecer sobre las fachadas de los edificios?  

A veces intento buscar la misma luz que aquí veo en otras latitudes, pero la luz no es la misma, así parezca. Cuántos cielos azules me he grabado en la retina, es uno de mis paisajes favoritos, me obsesiono. Quiero guardarlos todos y luego sacarlos cuando los necesito. Recordar la sensación del sol en mi piel, esa brisa de la tarde cuando hace mucho sol y nos acaloramos. 

Bogotá, la terrible. Bogotá, la insegura.  Bogotá, la jodida. Mi correspondencia de lugar. La ciudad que me atraviesa, que me ha dejado una marca. No podría ser de otra ciudad más que esta; no podría sentir más claustrofobia sino aquí. 


En febrero, Bogotá está florida. Las cayenas inundan la ciudad: amarillas, rojas, vinotinto, anaranjadas. Las orquídeas se dan y se mantienen. Veraneras fucsias se asoman en los antejardines, cartuchos, hortensias, pensamientos, novios y las begonias. Un festival de colores, de texturas, de pliegues. 

Parece primavera. O más bien, la primavera se parece a Bogotá a principios de año. Tanto verde, tanto follaje, tanta vida.

Me voy otra vez, Bogotá. Volveré para encontrarme de nuevo. 


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