sábado, 19 de abril de 2014

Pasos literarios


Pensé mucho en donde escribir y si escribir era una buena idea. Después de tanto pensar y de leer y releer las cosas que se han escrito a raíz de su muerte, decidí que sí, que iba a escribir porque no queda de otra.

Estaba en bachillerato, apenas empezando -sexto o séptimo, no recuerdo bien- cuando mi mamá me trajo un libro titulado "Todos los cuentos" de Gabriel García Márquez. Allí estaban reunidos los cuentos de tres libros distintos: 'Ojos de perro azul', 'Los funerales de la Mamá Grande' y 'La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y su abuela desalmada'. Si mal no recuerdo, esa fue la primera vez que leí a García Márquez.


Después de eso, la vida no fue igual. Leer esos cuentos y luego seguir con 'Relato de un naúfrago' y 'El coronel no tiene quien le escriba' me convirtieron en la lectora que soy; me mostraron que la vida sin literatura no podía ser más; me dejaron ver el poder de las palabras y la magia de la poesía. Leer estas obras no era solo un gran pasatiempo sino una forma de querer a mi mamá porque, arriba, en el altillo estaba una colección de libros de Oveja Negra que ella había comprado en los años ochenta. Y en mí siempre ha habido un interés particular por imaginarme a mi mamá joven, sin hijos; así que siempre me gustó hacer cosas que ella ya había hecho como también me produce una emoción especial llegar a lugares donde ella ya estuvo.


Por eso leía yo sin pausa pero sin prisa, concentrada y con precaución de no dañar esos libritos de hojas amarillas y olor a viejo que ya eran míos. El placer de leerlos venía por partida doble y yo me sentía dueña de un tesoro que debía conservar. Después vinieron las lecturas obligadas en el colegio y 'Cien años de soledad', 'Crónica de una muerte anunciada' y 'Doce cuentos peregrinos'. Siempre, hasta el final, fue una felicidad para mí dedicarme a leer, ver que mis tareas consistían en eso y que los mundos recreados por García Márquez contenían todas las posibilidades que no permitían el aburrimiento.


Luego, en la universidad, Piedad Bonett daba una clase de García Márquez y por supuesto la inscribí. Releyendo sus obras, corroboré que su literatura era el mejor antídoto para la depresión, para la tristeza, para la soledad. Corroboré, además, que no me había equivocado en escoger la carrera y que si tuviera que pasar mi vida leyendo, lo haría de mil amores y felizmente. 


A García Márquez le debo muchas cosas. Y hoy, con su muerte, queda un vacío pero además una gratitud inmensa porque el amor que sentí por sus obras y que luego se fue contagiando a otros libros, otras historias, es el mismo amor que he cultivado y he conservado desde ese entonces por la literatura en general. Es el amor que mi mamá también me ayudó a cultivar y que es amor para ella también. 


La ventaja de un escritor es que sus obras no perecen, a diferencia de los pintores o los escultores cuyas obras ven reflejadas el paso del tiempo y la manipulación humana. Por fortuna, los libros nos sobrevivirán y por fortuna, nos quedan el tiempo, los ratos libres, los buses, las salas de espera y los libros de la biblioteca de mi mamá para leer y releer aquellas historias que una vez me mostraron el camino y me hicieron enamorarme de unas realidades intangibles y maravillosas que desde ese entonces me han llenado el corazón.