martes, 22 de diciembre de 2009

Al escudero de mi hermano. A mi perro.

Me acaban de contar la historia de un tipo al que no le gustaban los perros y cuando llegó a la casa se encontró con un cachorrito que su papá había comprado. El tipo al ver al perrito se molestó tanto que empezó a gritar y a patearlo hasta sacarlo de la casa. Y el perrito quedó por fuera, dando vueltas por el conjunto, perdido, adolorido y solo. Pero el celador llamó al papá a contarle que el perrito estaba afuera de la casa y, entonces, éste mandó al tipo -su hijo- a que lo entrara de nuevo. En ese momento, el tipo se dio cuenta que era o él o el perro y decidió irse, para que el papá se quedara con el cachorro. Desde ese momento nadie sabe de su paradero...
Y me dio mucho mal genio al escuchar esta historia. Yo cada vez que veo a Robin me doy cuenta que el amor es posible y la felicidad también.
Robin tiene -ya casi- 8 años y es muy consentido. Camina lento y a veces le cuesta bajar las escaleras, pero sigue batiendo la cola cuando nos ve, cuando se despierta, cuando le damos una golosina, cuando le ponemos la correa para salir a pasear.
Yo al principio principio no quería que Robin viniera, aunque me parecía la ternura condensada. Yo no quería embolatarme con un cachorrito sharpei que ni siquiera podía bajar las escaleras y que las arrugas no lo dejaban ver.
Ahora Robin está viejo, ya no juega a las escondidas y, a veces, se orina en la cama. Le han salido unos tumores en forma de verrugas en la piel y su apariencia no es muy atractiva para la gente. Cuando salimos siento, a veces, cierto rechazo de dueños de perros jóvenes y saltarines que nos miran con desprecio, y a mí me da tanta molestia, me da ira y los miro mal, siempre mal. Y después volteó a mirar a Robin y él está ahí, como si nada. A él no le afecta, no los determina, sigue derecho. Robin camina impávido, husmeando y levantando la pata y a veces se tira en la mitad de la calle, como haciendo pataleta y se revuelva sobre el lomo, aun a pesar de las feas verrugas. Él 'hace un gesto pero orondo se va'.
Robin como que no se ha dado cuenta bien de su apariencia. A él le basta que lo queramos y lo acompañemos, a él le basta con que lo saquemos al baño y le demos galletas o pedacitos de arepa. Él no se da cuenta de lo odiosa que puede ser la gente, de lo egoísta o falsa. A él no le importa. Siempre vuelve hacia nosotros y nos mira con su mirada profunda y su sentado elegante - de 'príncipe', dice mi mamá-, y no pregunta, no juzga, no alega, no habla mal.
Yo al verlo comprendo que de verdad puede haber felicidad. Cuando él se hace a mi lado me acuerdo de un libro que leí en sexto llamado 'Ojos de perro siberiano'. Antes no comprendía bien lo que quería decir el hermano del narrador sobre los ojos de su perro, ahora con Robin comprendo todo y aprecio lo que hay en dichos ojos.
Todo lo indescifrable que puede ser, toda su grandeza y, a la vez, toda su sencillez. Toda la felicidad.